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PLANO ABERRANTE
Los impotentes ojos del voyeur:
Ojos Bien Cerrados (Eyes Wide Shut)
Quienes pensaron, guiados por la llamativa propaganda,
que la última película de Stanley Kubrick sería candente, sólo vieron una bastante
distante. Y no es que Eyes Wide Shut carezca de lo primero, sino que es más un
acercamiento al suspenso y thriller psicológico que una película sobre el sexo.
El comienzo es brillante. Son cerca de veinte minutos llenos
de travellings verticales, fundidos encadenados, y cortes rápidos de edición que crean
agilidad y proximidad con lo narrado. La música, bien seleccionada, y los colores, que
varían entre cálidos y fríos, son algo de lo poco que se mantiene durante todo el
filme.
La pareja Dr. Bill Harford (Tom Cruise) &127;
Alice Harford (Nicolle Kiidman), aparenta ser una acomodada familia norteamericana, aunque
ocultan el deseo por dejar a un lado la rutina. Ellos llevan las tentaciones de que son
víctimas hasta el límite de la traición, antes de lo carnal; respetando así el pacto
mutuo de fidelidad conyugal. Cuando éste se rompe, al asegurar Alice tan alegremente que
pensó en acostarse con otro (momento del filme que marca una buena actuación de Kidman),
se crea un impacto en Bill muy fuerte: ella no le corresponde más por completo, incluso
puede acostarse con cualquier otro por puro placer.
La segunda parte del filme es de corte pesado y lento. Las
tentaciones continúan, ahora con Bill, que sale a la calle y toda una flota de féminas
se le tiran prácticamente a los pies. Él piensa que a través de ellas puede olvidar la
confesión de su esposa. Aún así, aborda todos los acosos con el entusiasmo de un alma
errante enfrentada a una serie de posibilidades que no concretará. Empero, es el deseo de
hacerlas realidad lo que lo pondrá en grave peligro. Es aquí donde ingresa a un club
clandestino aparentando ser miembro. Allí, el sexo, explícito y sin medida, abunda. Este
es el nervio, por no decir el comienzo, de toda la historia. Las anteriores tentaciones no
son más que gotas, superfluas, que poco a poco rebalsaron el vaso, momento, este,
en que Bill contempla aquel espectáculo privado.
Pero como la película es además sobre posibilidades
inconclusas, él no podrá, aún aquí, llevar a cabo lo que ya tanto desea: sexo. El
descubrírsele como infiltrado del club resulta, entonces, un castigo a sus deseos. La
consiguiente persecución no sólo lo pone en peligro, sino además a su familia. Aquel
hostigamiento desea crear angustia, pero sólo logra quedarse con su ritmo cadencioso e
insípido, como toda esta larga sección.
Después vendría la confesión de Victor Ziegler (Sidney
Pollack), conocido de Bill y miembro del club, quien desacredita todas sus suposiciones de
conspiración que, con el edulcorado final, es de lejos lo peor de la película.
Ello hace que todo lo creado con precariedad caiga, aún más, en un vacío dramático que
deja al espectador preguntándose por el sentido de este show.
Al parecer lo mejor del filme quedó en el tintero, cuando
no en la edición o la cabeza de su ya extinto director. El sentido contemplativo
que aborda el filme trató de amoldarse a un calmoso juego de presunciones, deseos y
posibilidades. Es algo que el mismo Kubrick (ver Barry Lyndon) quiso seguramente así:
narración contemplativa, distinta, y por tiempos. Lamentablemente este ritmo es el que
hace que el filme carezca, en buena parte, de fuerza, y que todo haya quedado solamente en
buenas intenciones.
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César Levant |
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LA PLUMA DEL GALLINAZO
La novela del siglo y el gol de la fecha
Libro somnífero. Especialmente recomendado para
conciliar el sueño. Como soplarse un partido de coleros a media tarde de un domingo,
luego del almuerzo exagerado. Y no digo soplarse el partido entero porque, con toda
seguridad, no llegará usted consciente al primer cuarto de hora. Pues con el denso
Ulises de Mr. Joyce no podrá nunca superar las tres páginas sin caer privado. Y tenga en
cuenta que son más de 700 páginas.
Sorprende que no pocas encuestas lo consagren en el primer
lugar del ranking de las mejores novelas del siglo (sí, leyó bien: del
siglo). O, perdón, tal vez no debiera decir &127;ranking&127;. Me dirán
que no se compara a la lista de canciones favoritas de Studio 92. Tampoco, lo
sé, podría compararse a una estadística de Apoyo sobre preferencias electorales.
Sería más exacto, entonces, decir que tiene mucho en común con &127;El mejor gol de
la fecha&127; de los programas deportivos dominicales.
Para quienes no gustan de Teledeportes, DXTV, o El equipo de
goles , debo explicar que el mejor gol de la fecha es el resultado de una enconada
deliberación entre los periodistas más entendidos de alguno de estos programas, para
decidir cuál de todos los goles anotados en la fecha (en Lima y provincias) puede
considerarse como el de mayor calidad (&127;el de mejor factura&127;, como dicen
ellos). Aquí no cuenta la opinión de los televidentes, no se mide el número de llamadas
que apoyan el tercero del Boys contra el Municipal o la palomita de Julinho en el arco de
Pesquero. Sólo cuenta el criterio de los miembros de ese cónclave de
&127;especialistas&127;.
Dije &127;cónclave&127; : precisamente,
Ulises fue elegida como la mejor novela del siglo por un cónclave internacional de
críticos literarios muy reputados. Los lectores no son considerados. Los
lectores pedestres, quiero decir, porque los críticos &127;aunque conspicuos, más
versados y tal vez profesionales- no dejan de ser lectores. El problema es que a
veces lo olvidan. Si hacemos la misma encuesta entre todos aquellos que leyeron, y
sufrieron, la novela en cuestión &127;exceptuando a los críticos, insisto- ,
apostaría doble contra sencillo a que el resultado no sería el mismo jamás.
La lista de los desilusionados con la ópera magna de Joyce
incluye nombres ilustres. Virginia Woolf, por ejemplo, no se explicó nunca el
entusiasmo de T. S. Eliott que lo llevó a comparar la novela-monstruo (en palabras
del mismo autor) con La guerra y la paz (verdadera novela-monstruo). Matisse no la
leyó a pesar de haber ilustrado una de las ediciones. Tampoco lo hizo Unamuno, pero se
atrevió a denunciar que una revista publicara una versión mutilada para contentar a la
censura. Y Orwell supo que detrás de tanta pirotecnia se encontraba un
pedante elefantino.
Ésa es la palabra exacta: pedantería. Pedantería formal.
Cada capítulo es un estilo distinto (no hay sólo monólogos interiores como enseñan las
academias). Los juegos de palabras y los chistes fonéticos abundan, pululan. Lo
mismo sucede con las claves interpretativas que sugirió el propio Joyce (según dijo,
para mantener ocupados a los críticos durante 300 años); y las referencias a la
Odisea parecen, en ocasiones, jaladas de los pelos. En suma, antes que Leopold
Bloom o Stephen Dedalus, el protagonista real no es otro que el lenguaje.
El propósito de la ficción literaria, creo humildemente,
fue siempre contar una buena historia. El espectáculo estilístico no puede ser más
apreciable que la historia que (no) sustenta. ¿Acaso no sirve ya la clásica receta
de subordinar la forma al fondo? Para qué jugar bonito si al final los
aplausos por la gambeta elegante se convierten en una larga rechifla por el partido
perdido o el empate aburrido. Se juega bonito para ganar el partido, me parece.
El Ulises no pasa de ser un registro pomposo de
virtudes técnicas. Virtudes que poco ayudan a la historia. Exhibicionismo.
Como dijo Borges de Cortázar : se ha perdido en juegos formales (añado, de paso, que
Borges no logró terminarla). Y una novela que se olvidó de contar la historia no puede
ser la mejor novela del siglo. Imagino, a pesar del charco de bilis fresca, que puede
resultar una novela muy didáctica para el escritor calichín o para el aprendiz de
crítico machetero. Habría que recomendar, entonces, el lujoso volumen de Planeta
(1996, traducción de Salas Subirat), que incluye una muy completo apéndice de notas,
indispensable para la vivisección. Lamentablemente, no la encontrarán jamás (ni
edición alguna que se le parezca) en nuestra desactualizada Biblioteca Central.
Príncipe Caspián. |